EL PULSO INVISIBLE: UNA TRISTE SINFONÍA ALGORÍTMICA
Artículo de Mariano E. Rodríguez sobre la Inteligencia Artificial y el Arte

Toda expresión artística nace en la mente, imágenes que surgen de la nada, sin previo aviso. El cerebro las completa como un reflejo fragmentado de algo más profundo. En la actualidad, la inteligencia artificial realiza este mismo proceso con una rapidez significativa, pero al fin y al cabo el método es el mismo. El ser humano convierte la abstracción en algo tangible, en una imagen, de igual manera que lo hace la máquina. Lo perturbador, en cualquiera de los dos casos, reside en la incertidumbre de poder identificar si aquello que hemos creado, es exactamente lo que hemos imaginado o, por el contrario, esa impresión ha sido ya destruida, devorada por la incapacidad para retenerla. De ser así, la creación se convierte, entonces, en un acto de traducción imperfecta. Existe un pequeño abismo entre lo que nuestra mente concibe y lo que se materializa, y en ese desfase entre lo imaginado y el producto resultante, reside la fragilidad del arte. El creador se convierte en una báscula que determina el valor de aquello que logró materializar. Podemos argumentar, como muchos lo hacen, que las imágenes creadas con inteligencia artificial nunca serán una réplica exacta de lo que el ser humano concibe en su mente. Siempre habrá una desviación, un matiz que se modifica en el proceso. La máquina, en su función de espejo, no refleja con exactitud lo imaginado por el hombre, sino que lo reinterpreta. Sin embargo, ¿acaso el cerebro humano no opera de la misma forma? La AI no solo crea, sino que lo hace con una ligereza que parece burlarse de la existencia misma. En cada una de sus creaciones se esconde una frialdad meticulosa, una belleza que no sangra, que no se quiebra. No crea por necesidad o por un fin elevado, no busca respuestas ni un significado. Tan solo crea, inunda el mundo con imágenes y sonidos perfectos; crea porque puede.
El artista, en cambio, se lanza al vacío con la ilusión de que una pequeña parte de su ser sobreviva al tiempo, y en esta diferencia radica su tragedia más profunda. Pero la IA no conoce el peso del tiempo, no está condenada a desaparecer y es por ello que no grita, no suplica, no teme. El ser humano crea porque es consciente de su finitud, de que todo lo que es y lo que ha hecho dejará de ser. El arte le permite gritar desde la oscuridad del vacío que su existencia tuvo un propósito. En el libro “Sobre la risa y el olvido”, el escritor Checo Milán Kundera escribió sobre la manera en que los seres humanos tratamos de evadir la realidad de nuestra propia insignificancia a través del humor o la negación. En este sentido, la AI en el arte representa el reflejo de nuestra propia negación. Al crear máquinas capaces de generar belleza sin sufrimiento, sin nostalgia, sin el peso del tiempo, estamos, en cierto modo, riéndonos de nuestra propia tragedia. ¿Es, acaso, la capacidad para confrontar lo efímero, lo perecedero, aquello que otorga al arte un carácter magnánimo? La creación artística siempre ha estado marcada por un halo de nostalgia, un desconsuelo frente al peso de lo efímero. La AI desconoce este drama existencial. Sus pinceladas pueden rehacerse infinitamente, su música puede reescribirse sin fin. Pero, ¿Dónde está, entonces, el sentido? Kundera podría decir que el arte creado por AI es como la vida sin el peso de la mortalidad: vacío de significado. Frente a este dilema es válido preguntarse si en el fondo no estamos huyendo de algo, si al crear máquinas que nos superan en creatividad y técnica, no estamos tratando de escapar de nuestra propia condición humana, de ese conocimiento doloroso de que todo lo que hacemos es fugaz. Quizás la AI, en su perfección, es un espejo que nos devuelve un reflejo, y ese reflejo nos horroriza